Desde el piso 23H del Málaga Urban Sky, la ciudad parecía un cadáver recién abandonado por su alma.
Él estaba de pie junto a la ventana, inmóvil, con la mirada fija en el puerto, donde el agua del Mediterráneo parecía haberse congelado.
Ella estaba detrás de él, con la taza de café aún entre las manos, pero no bebía. Había algo en el aire, algo pesado, algo ancestral, como si la memoria de la tierra misma se hubiera despertado con el apagón.
A las 12:30 y 30 segundos, sucedió.
Primero, la luz murió.
Luego, el sonido.
Y finalmente, llegó el silencio, un silencio que no era natural, que no pertenecía al mundo de los vivos.
Él cerró los ojos, como si hubiera estado esperando ese momento durante toda su vida.
Ella lo miró, buscándole en el rostro alguna respuesta, pero lo único que encontró fue la sombra de algo que no entendía: miedo.
Desde la ventana, Málaga había cambiado.
Los coches estaban detenidos en los cruces, las personas caminaban sin rumbo, y las sombras que se proyectaban en las esquinas eran más densas, más largas, como si estuvieran vivas.
Pero había algo más, algo que ella no podía explicar.
En las calles vacías, bajo la tenue luz del crepúsculo, comenzaron a escucharse sonidos lúgubres.
Primero, un rumor, profundo y gutural. Luego, un bramido desgarrador que hizo temblar los cristales del edificio.
“¿Qué es eso?”, preguntó ella, su voz apenas un susurro.
Él no respondió.
Había historias en Málaga, historias que se contaban en voz baja en los bares del Perchel y en las noches sin luna en las casas de la Trinidad. Historias de almas que no encontraban descanso, de fantasmas que caminaban por las calles buscando algo que habían perdido.
Y esa noche, la ciudad estaba llena de rumores, además de las continuas sirenas de las ambulancias y de los bomberos..
Decían que eran las almas de los toros, los toros que habían caído en la histórica reciente faena Picassiana del 19 de abril, en la plaza de La Malagueta.
Aquella tarde, con la faena del siglo, Roca Rey había cortado dos orejas y un rabo, pero los espíritus de las enormes bestias no se habían ido. Sus cuerpos habían sido arrastrados fuera del ruedo, pero sus almas, decían, seguían rugiendo, perdidas, en las calles de Málaga.
Ella pensó en esas historias mientras escuchaba los bramidos que venían del puerto, profundos y agonizantes, como si la tierra misma estuviera llorando.
Miró a él, que seguía junto a la ventana, inmóvil, con las manos apretadas en los bolsillos. “¿Lo escuchas?”, le preguntó.
“Ellos no tienen descanso”, murmuró él.
“¿Quiénes?”
Pero él no respondió.
El teléfono fijo sonó entonces, rompiendo el silencio con un timbre seco, violento.
Era un teléfono iPhone, uno que él había insistido en mantener conectado, aunque nunca se usaba y todavia era incierto cuando regresaba la luz.
Ella lo miró, pero él negó con la cabeza. “No lo contestes”, dijo, y su voz era un susurro cargado de desesperación.
Ella lo ignoró. Levantó el auricular con manos temblorosas, y lo que escuchó fue un susurro frío, inhumano, que parecía venir desde un lugar muy lejano y, al mismo tiempo, desde el centro de su propio pecho: “La oscuridad es solo el principio.”
El teléfono se quedó mudo después de eso.
Ella dejó caer el auricular, pero su mirada seguía clavada en él. Había algo en sus ojos, algo que ella nunca había visto antes: una verdad que había estado escondida durante años, esperando este momento.
“Esto ya ha pasado antes”, dijo él, finalmente.
Ella lo miró, incrédula. “
¿Qué estás diciendo?
¿Qué sabes?”
Él suspiró, como si cada palabra que estaba a punto de pronunciar le costara un pedazo de su alma. “Cuando era joven… trabajé en algo que nunca debió haber existido. Decían que era para protegernos, para garantizar que nunca hubiera un apagón en el país. Pero no era verdad. Era un arma. Una herramienta para el control absoluto. Y cuando me di cuenta de lo que habíamos creado, ya era demasiado tarde. Intenté escapar, pero ellos nunca olvidan. Esto no es un apagón. Es un mensaje.”
Desde la ventana, ella vio cómo las luces del puerto parpadeaban débilmente, como si intentaran encenderse pero fueran devoradas por la oscuridad. Y entonces los vio.
Eran figuras enormes, negras, que se movían entre las sombras. Tenían la forma de toros, pero no eran reales. Sus ojos brillaban como carbones encendidos, y de sus bocas salían bramidos que hacían vibrar el suelo. No caminaban como animales vivos, sino como espectros, lentos, pesados, arrastrando con ellos el peso de una muerte que no habían aceptado.
“Ellos no se han ido”, susurró él, mirando hacia el puerto.
Ella sintió un escalofrío recorrerle la columna. “¿Quiénes? ¿Los toros?”
Él asintió. “Ellos, y algo más. Algo que nunca debió despertarse.”
La noche avanzaba, y los bramidos se hacían más fuertes, más cercanos. En las calles del Perchel, donde las luces de los faroles apenas iluminaban, la gente juraba haber visto figuras moviéndose entre las sombras. Algunos decían que eran los toros de La Malagueta. Otros decían que eran algo peor: las sombras de aquellos que los habían condenado.
A las 02:30, la luz volvió, pero el aire seguía cargado de algo invisible, algo que no se había ido con la oscuridad. Él estaba sentado en el sofá, con la mirada fija en un sobre amarillento que sostenía en las manos. Dentro había una foto, en blanco y negro, de un grupo de hombres en una sala de control llena de pantallas y cables. Él estaba en el centro de la foto, más joven, con una expresión que ella no reconoció.
“Ellos no olvidan”, dijo, y su voz era apenas un susurro.
El teléfono volvió a sonar.
Él lo levantó con manos temblorosas. La misma voz metálica habló al otro lado: “Sabes lo que tienes que hacer.”
Cuando ella despertó al amanecer, él ya no estaba. En la mesa del comedor encontró el sobre vacío y una nota escrita a mano:
“Los toros rugen porque aún buscan justicia. Yo voy a encontrarla, aunque me cueste la vida.”
Y entonces, desde la ventana, ella vio una última sombra cruzando lentamente la calle de Málaga, por la Avenida Dr. Marañon, caminando el la dirección de la Peluquería de Maribel y Mercadona.
Como un toro solitario que se desvanecía con la primera luz del día.
Apereció la luz de nuevo.
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